20070720

Viajeros



Roberto Bolaño no es Dios, pero sí es una deidad mayor, si consideramos a la Literatura como un microcosmos o como un aleph que contiene otro mundo en sí mismo, entre sus páginas impresas: nuestro propio universo real. O quizá es mejor llamarlo mito: su vida ha acabado siendo devorada por las fauces de la leyenda, fagocitada y reconstruida bajo los canones de lo mítico en una vivencia nada casual, itinerante, al límite; en una cosmología factible sobre lo que ha sucedido en los últimos cuarenta años. Su misma imagen es ya sugerente: ataviado con sus gafas redodeadas, lennonianas, un eterno cigarrillo entre los dedos o entre los labios, ese aire desdejado, el tono gris que parecía acompañarlo siempre... Todo en Bolaño inspira, de alguna forma.


Acabo de leer el último de sus volúmenes de relatos, El secreto del Mal (salido en conjunción con la summa poética de Bolaño, La Universidad Desconocida), publicados póstumamente, igual que su obra magna, 2666, aquella hiper-novela dividida en cinco segmentos, sobre los que levitaba un fantasma y un cementerio, como si de un pastiche gótico se tratara: Benno Von Archimboldi y la ciudad fronteriza de Santa Teresa. Como siempre, en cualquier ocasión que he tomado un libro de este autor y lo he leído, he sentido lo mismo: que el mundo que Bolaño describe en cada uno de sus relatos es tan, o más, verdadero como aquel en el que nosotros, los lectores impresionables, vivimos, leemos, morimos.

Dice el editor de Bolaño que su obra está construida sobre los cimientos de lo nunca acabado, de lo inconcluso. Es así, por supuesto. Los finales de Bolaño nunca son finales (quizá no le gustaban las despedidas), sino puertas hacia otra fase de la literatura, aquella que no se lee: la reflexión. No era mal jugador, Bolaño; su mayor triunfo es crear en sus obras (y en mayor medida, en sus perfectísimos cuentos), una especie de humus gelatinoso que se adhiere al pensamiento. Justo cuando uno cierra un libro de Bolaño, aparece un sentimiento violento: una terrible nostalgia por haber terminado ya, haber sido extraditado de esas páginas, esas historias. Es un perfecto creador de ambientes. Me encanta de Bolaño la atmósfera que impregna a sus escritos (algunos ejemplos son William Burns, del volumen Llamadas Telefónicas, o Últimos atardeceres de la tierra, de Putas Asesinas), esa aparente normalidad cercana al David Lynch de, por ejemplo, Terciopelo azul, que esconde misterios de los que nunca obtendremos una resolución. Los enigmas que surgen en las fracturas apenas reconocibles que contiene la existencia, que han estado ahí siempre. La genialidad y la sorpresa de ver que con un simple detalle que no tiene explicación, la tensión y la incertidumbre están servidas.

Somos, por lo tanto, meros turistas, siempre que leemos. En Bolaño es más fácil sentirse así, como un japonés que fotografía insistentemente lo que ve. En algún lugar leí lo que diferencia a un viajero de un turista: el viajero viaja, el turista no. Se le podrá negar muchas cosas a Roberto Bolaño (muchas cosas que nunca sabremos, porque es lo que pasa con los mitos y la implacable impertinencia de los que lo rodearon para hacer de su biografía una hagiografía), pero no la de ser un viajero nato. Un espectador itinerante, un poeta suicidad o un detective salvaje o un perro romántico o un realvisceralista o un archimboldiano, todas esas denominaciones que significan lo mismo: al oficio de escribir como una experiencia vital o la vida como único terreno sembrado donde recoger aquello de lo que se alimenta la literatura.

Ahora Bolaño, a ya casi cuatro años de su muerte, ha entrado en un panteón en el que tiene como vecinos de ultratumba a stars como Burroughs, Bukowsky, Rimbaud, Scott Fitzgerald, Hemingway, K. Dick. Gente nada corriente (repelidos por lo cotidiano) aventureros en las postrimerías de la Aventura que, a diferencia del pope Borges, verdadero Dios-Sol de la literatura Latinoamérica en general y de la fantástica en especial y de la universal en concreto, y que dijo que había vivido a través de las lecturas que había hecho, han surcado los siete mares de la experiencia, y son esos mares su más alta inspiración. Gente que hicieron que su vida fuera más ficción que la propia ficción que escribieron.


Gente intrigante. Viajeros cuyo destino fue el no tener ningún destino.

1 comentario:

El Miope Muñoz dijo...

Muy muy interesante descubrimiento el de este Blog: la verdad es que Bolaño es el autor de la perfecta novela inconclusa que es Los detectives salvajes. A mi me gusta mucho ese pedazo de vida lleno de emoción y desgarro que es Estrella Distante.